En noviembre de 2009, un trágico accidente conmocionó a Estados Unidos y al mundo: John Edward Jones, un estudiante de medicina de 26 años, quedó atrapado en la cueva Nutty Putty, en Utah, durante una expedición con familiares y amigos. Al confundir una ruta segura con un túnel no cartografiado, terminó encajado cabeza abajo en un estrecho pasaje de apenas 25 cm de ancho por 45 cm de largo, dimensiones insuficientes para su cuerpo de 1,82 m y 95 kg.
Durante 27 horas, decenas de especialistas intentaron rescatarlo sin éxito. A pesar de recibir oxígeno y suero, su estado se deterioró rápidamente debido a la presión extrema sobre sus órganos vitales causada por la posición invertida. Brandon Kowallis, un espeleólogo experimentado y uno de los últimos en verlo con vida, relató años después que, incluso si John hubiera estado completamente consciente y con todas sus fuerzas, escapar era prácticamente imposible.
Kowallis intentó romper la roca circundante con una marreta neumática, pero estimó que liberar a John tomaría entre tres y siete días, un tiempo que él no tenía. Finalmente, John falleció por paro cardíaco y asfixia. Debido al riesgo que implicaba extraer el cuerpo, se tomó la decisión de sellar la cueva con concreto, convirtiéndola en un memorial permanente con una placa en su honor.
La historia tuvo repercusión internacional y fue llevada al cine en 2016 con la película “La Última Descenso”. El caso sigue siendo un recordatorio impactante de los peligros de la exploración subterránea y de los límites de la intervención humana frente a la naturaleza.