David Vetter nació en 1971 en Estados Unidos con una rara enfermedad genética llamada Inmunodeficiencia Combinada Grave (SCID), que prácticamente anulaba su sistema inmunológico, haciéndolo extremadamente vulnerable a cualquier tipo de infección. Ante la falta de tratamientos eficaces en la época, los médicos decidieron mantenerlo en un entorno completamente estéril desde sus primeros segundos de vida: una cámara plástica transparente conocida como “burbuja”.
Durante toda su vida, David vivió dentro de estas cámaras, primero en el hospital y más tarde en casa, donde se instaló una versión más grande. Todo lo que entraba en su entorno —comida, ropa, juguetes e incluso el aire— era sometido a estrictos procesos de esterilización. Se estima que se invirtieron más de un millón de dólares (aproximadamente 920.000 euros) para mantener las condiciones necesarias que le permitieran vivir.
A pesar del aislamiento, David tuvo acceso a ciertos elementos que le ofrecían algo de normalidad: televisión, una sala de juegos esterilizada y un traje especial diseñado por la NASA que le permitía salir brevemente al jardín familiar sin riesgo de infección.
En 1983, apareció una esperanza: un trasplante de médula ósea de su hermana Katherine, la única donante posible. Aunque el trasplante se llevó a cabo, la médula contenía de forma latente el virus de Epstein-Barr, indetectable con los métodos de análisis de la época. El virus provocó un linfoma maligno agresivo que el cuerpo de David no pudo combatir.
El 7 de febrero de 1984, David fue retirado de la burbuja por última vez, lo que permitió a sus padres abrazarlo por primera vez. Falleció el 22 de febrero, a los 12 años. Su historia conmovió al mundo y ayudó a visibilizar la SCID, además de impulsar avances médicos en el campo de la inmunología y los tratamientos con células madre.
Hoy en día, su legado perdura en instituciones médicas y obras que recuerdan su vida, dejando una huella imborrable en la historia de la medicina moderna.